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  • Foto del escritorSergio Albarrán

UNA TARDE AL FINAL DEL VERANO



Fijo mis manos al manillar mientras toda la bicicleta tiembla por las piedrecitas del camino. Tiembla mi cuerpo también por la risa desbocada que me produce tu libre locura. El sol aprovecha cada hueco entre las ramas para deslumbrarme de forma intermitente y en sus cortas treguas te miro a ti.


Corres cuesta abajo sin preocupación alguna. Tu vestido blanco no tiene donde agarrarse y deja al aire tus bellas piernas, color canela a estas alturas del año. Miras el camino mientras ríes a carcajadas y gritas de falso terror. Sientes que no tienes el control y te hace libre. Me miras y me arrastras a tu despreocupación. ¿Qué nos puede pasar? Una pequeña caída, una rozadura en las rodillas, un mes en cama con todas nuestras extremidades vendadas. La fuerza de la sensación de libertad supera cualquier dolor futuro.


Siempre he admirado tu temeridad, aquella que a mi siempre me ha faltado. Tú amas la vida y yo le tengo miedo. Te lanzas al agua y yo miro primero si está fría o caliente. Actúas y luego preguntas, yo ni siquiera pregunto primero. Ansías el todo y yo me siento seguro en la nada. Siento que te quiero egoístamente porque me obligas a avanzar, pero no sé si existe otra forma de amar.


Llegamos a nuestro escenario principal. Un bucólico muelle de madera a la orilla de un lago. Estampa de aquellos libros románticos que ocupaban la mesilla de tu cama durante la adolescencia. El sol está ya de retirada, cada tarde más débil y dejándonos antes. Estoy, de forma secreta, atento a cada movimiento, cada gesto, cada detalle de la escena. Todo está armonizado para ser uno de esos increíbles recuerdos que atesoraré para mis nietos, o los nuestros.


Nos reímos aunque no nos hablemos. Nuestros dedos se entrelazan como si se echasen de menos. Mis labios rozan tu hombro desnudo como si fuesen navegantes que pisan tierra tras años alejados de ella. Corres por el muelle como si acabaras de descubrir el lugar. Bailas en el extremo al ritmo del agua y el canto de los pájaros, el viento es tu acompañante. Me asustas diciéndome que te tiras y te ríes de mi eterna ingenuidad.


La diversión deja camino a la calma. Nos comunicamos a través de las yemas de los dedos y dejamos que el agua contra la madera sea nuestra banda sonora. Tus músculos se contraen levemente y puedo ver que una gota se desliza por tu rostro. Es una lágrima gorda, de esas que te liberan de un gran peso. Me miras mientras niegas con la cabeza y te muerdes el labio inferior. Como un niño consciente de haber hecho algo malo e incapaz de reconocerlo. Tus nervios van creciendo como las tormentas en alta mar se van acercando a la costa oscureciendo el ambiente. Me lo cuentas bajito.

Lloras porque crees haberme hecho daño. Entonces quiero llorar yo. ¡Qué mal lo he hecho! Qué necio he sido para que creas que debes sentirte mal por mí. Mi debilidad te ha hecho creer que yo era víctima, que tú eras la responsable de nuestros actos.


Agarro tu rostro con mis manos y te obligo a que me mires fijamente. Nunca he sentido tanta fuerza y seguridad en mi mirada, respiro tranquilo. Quiero expresarte mi serenidad y calma, mi ausencia absoluta de dolor. No encuentro palabras así que tan solo espero que mis ojos sepan hablar por mí.


“Amo tu libertad más que la mía, decidas lo que decidas yo estoy aquí para apoyarte. Lo siento si te he hecho daño. Y me inunda de alegría si te hago feliz”.

Hasta hace unos momentos creía quererte por lo que me dabas, ahora sé que te amo por lo que quiero darte.


Sonríes algo más tranquila, te limpias sin pudor las lágrimas acumuladas en tu nariz. Miras a tu alrededor, pasas la mano por tu vientre. Yo te sigo.


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