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  • Foto del escritorSergio Albarrán

POBRE GERARDO


Ese bastardo, simple, empobrecido; corroído por las esquinas; merecida putrefacción ante años de sincero desprecio. Efectivo en su labor, ese modesto espejo sobre el lavabo, desnudo de ornamentas, nunca ayudó a Gerardo con una caricia a su autoestima: un reflejo edulcorado de su rostro, una mágica manipulación de su perspectiva. ¡ Qué culpa tenía el espejo! Nada se podía hacer con el pobre Gerardo, feo, y lo que es peor, consciente de su fealdad.

Al principio, cuando estaba entrando en la vida adulta, aún albergaba cierta esperanza, investigando su rostro en el reflejo del también más joven espejo del baño. Por entonces contaba con el apoyo de sus más cercanos y la asimetría de su cara estaba maquillada por una piel tersa donde destacaban unos recios pómulos y una dura mirada que podía simular cierto interés. La primera y débil construcción de una expresión cimentada con la falsa perspectiva del amor de una madre.

Pero el mundo no perdona y como el mar en una tempestad, comienza a golpear las rocas hasta desquebrajarlas y erosionarlas. Las primeras olas son esas maliciosas risas de patio de colegio. El festejo centrado en celebrar con públicos insultos a aquel que marca la diferencia. Dedicado a los gordos, pero también a los muy delgados. A los bocazas pero también a los silenciosos. Al que lleva aparato dental, gafas, parches o cualquier elemento que mejore su salud. También al desdentado. Al muy listo pero también al muy tonto. A la nariz desarrollada o a la pequeña y respingona. Una fiesta, en fin, dedicada al ataque del débil. Y Gerardo demostró ser, desde niño, un profesional en eso de la debilidad.

El segundo oleaje coge fuerza al absorber la resaca del primero, haciéndose más fuerte y grande. Un débil acantilado de minada autoestima que no aguanta la embestida de esa segunda ola de desprecio amatorio. Ningún adolescente quiere acercarse a tal amasijo de inseguridad. Mala edad para el rechazo. Gerardo lo intenta, esa primera mirada trabajada, pero la crueldad es símbolo de éxito colectivo y las burlas ante todos hacen retroceder al pobre Gerardo, escondiéndose como un asustado cangrejo entre los retorcidos agujeros de las rocas. Un cuarto de baño como caparazón y un espejo como reflejo y condena de su exilio.

La creada mirada de interés del joven Gerardo ha dado paso a unos ojos que se hunden hacia dentro y caen por el rostro sin poder sostener el peso de la tristeza. Aquellos pómulos rectos ahora son unos sobresalidos huesos, fruto de la extrema delgadez de la inapetencia. No ayuda al pobre Gerardo su encorvada nariz torcida hacia un lado en su extremo inferior. Cuando la barba quiso poblar su rostro, lo hizo de forma tupida, tal vez consecuencia del obsesionado afeitado diario cuando aún apenas había tres suaves pelos. La tarea continuaba días tras día pero media cara era invadida por una rabiosa sombra negra. La otra mitad, una piel seca atacada por el sol en un duro trabajo al aire libre que no requiriese estudios; una superficie marcada y manchada por el único vicio que Gerardo se regaló y cómo no, fue autodestructivo: el tabaco. Mucho humo de esos cigarrillos desparramado sobre su rostro; nicotina que acabó con su dentadura y transformó el color de la punta de sus dedos en amarillo.

Cuando Gerardo salía a la calle, veía la televisión o incluso acompañaba a su ya anciana madre a la playa, había perdido el sentido de apreciar la belleza del sexo deseado. Sus ojos se posaban en las formas masculinas que habían sido más agraciadas que las suyas. No había una atracción física o sexual sino que encontraba en la admiración de estos hombres una forma de olvidarse, por unos minutos, de que él era él.

No sólo buscaba la armonía de la belleza clásica, también y especialmente la naturalidad del hombre consciente o inconscientemente atractivo. No era una cuestión de chicos rubios de ojos azules, cuerpos musculosos y blancas sonrisas, figuras de catálogo popular superficiales e impersonales. Sino de aquellos cuya belleza radicaba en la despreocupación del juicio ajeno. Pieles suaves que cubren definidas figuras, dejando relucir las hermosas líneas del cuerpo, resultados de una vida feliz llevada por el movimiento, la aventura, la hiperactividad, las ganas de participar, la inquietud de conocer, la gente sin miedo y liberada. Rostros de pequeñas preciosas imperfecciones que no necesitan la reafirmación de un reflejo. Miradas cerradas y arqueadas por los años de risas. Ojos claros y abiertos, inocentemente profundos, siempre en búsqueda de un nuevo descubrimiento. Labios finos que enmarcan naturales sonrisas, o gruesos que encajan recias expresiones a la espera de romperse en hermosa composición con una bobada o ingenioso comentario. Pelos perfectamente despeinados o cabezas rapadas. El equilibrado encaje de unas facciones y un cuerpo cuyo esplendor era difícil de entender para el propio Gerardo, que simplemente lo admiraba y envidiaba, sin preguntarse el por qué.

Y es que era feo, muy feo. Pero su mayor monstruosidad fue, sin lugar a dudas, su falta de amor propio.

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